El séptimo ángel abrió
el séptimo sello cuando dejó de sonar la séptima trompeta y
extrajo de su interior un objeto desconocido para él. Intentó
usarlo, pero como no lanzaba fulgurantes llamas y tampoco era de oro
y diamantes como su brillante armadura, lo arrojó al vacío.
Millones de kilómetros
más abajo, Manuela recogía el objeto caído del cielo unos minutos después de que los
transeúntes lo despreciaran igual que a ella: le recordaba el tiempo
en el que podía comer todos los días y pagar un apartamento en la
zona céntrica de la ciudad gracias al sueldo que ganaba como
escritora «negra» de una importante editorial, hasta que la
despidieron y lo perdió todo.
Con manos temblorosas,
intentó probar si funcionaba sobre uno de los cartones de su
carrito, pero apareció la policía y la echó del barrio en el que
siempre acababa tras emborracharse, cuando creía que seguía viviendo
en el hogar perdido. En cuanto llegó al extrarradio donde malvivía,
se sentó en su viejo banco y, entre trago y trago de vino y
lágrimas, escribió con la extraña estilográfica que había
encontrado: «Malditos indiferentes... ojalá ardáis en el
infierno». Al instante, unas lenguas de fuego surgieron de no se
sabe dónde y devoraron varios edificios.
Muy lejos, millones de
kilómetros por encima de Manuela, el séptimo ángel seguía
buscando dentro del séptimo sello la espada flamígera con la que
pensaba exterminar a la humanidad desahuciada de la Tierra.