La
alarma
avisó que
se
aproximaba
la hora
de
cerrar la reja del balcón y cubrir
las ventanas con las gruesas cortinas. Quince
minutos antes,
las
imágenes
televisivas
habían
informado
que debíamos
permanecer en las sombras para ocultarnos
de Los Otros,
advirtiendo
del
peligro de mirarlos si nos encontraban,
pues
entonces abrían
la boca para
contagiar
su
infección
irreversible
y
otras
mutaciones
que nos
convertían
en monstruos como ellos.
De pronto
escuché sonidos extraños en la reja.
Agarré
el
cuchillo
más grande
de la cocina y caminé
despacio
hacia el salón,
en donde descubrí que el lateral de la cortina se había enganchado
en
la barra, revelando mi oscuridad al exterior.
Esperé a que mi indiferencia lo agotara, pero El Otro siguió
entonando su horrible ruido hasta que desgarré la cortina a
cuchilladas. El engendro se quedó inmóvil, mirándome. Yo también
lo miré, aterrado por su extrema fealdad. Aquel ser era tan
asqueroso que su piel no supuraba ni olía a fosa, aunque lo que más
me horrorizó fue el repugnante movimiento de sus siniestros labios
sonrosados al emitir de nuevo los repelentes sonidos que me volvían
loco, esos que las imágenes diarias nos mostraban como contagiosas y
letales Palabras.
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Caminante, no hay camino, se hace camino al andar, pero es más agradable hacerlo en buena compañía.