Estoy agotada y me duele la cabeza: he fumado tres paquetes de tabaco mientras escribo sin parar.
En este día, cuarenta relatos han surgido de forma espontánea, casi mágica. Es la primera vez que me dejo llevar tan intensamente por la inspiración y como no viene con frecuencia, hoy la he liberado hasta estos extremos.
Mañana será otro día, quizás vacío, me digo cuando trago la pastilla para dormir después de cerrar el ordenador.
Mientras espero el sueño viendo la televisión, recuerdo un detalle que se me ha olvidado. Enciendo de nuevo el ordenador y corrijo, pero mis manos se empeñan en seguir escribiendo a pesar de que mis ojos se están cerrando. Nuevos relatos y sigo, sigo, sigo, aunque ya ni siquiera veo lo que escribo.
Desesperada, decido terminar con esto de una vez. Son las tres de la madrugada y, con un doloroso esfuerzo, me levanto a por una botella fresca de vino. Me la voy a beber toda hasta emborracharme, con tal de destruir esta maldita inspiración que no me deja descansar.
En cuanto entro en la cocina intento abrir la nevera. No puedo: mis manos siguen tecleando en el ordenador.